Claridad máxima y oscuridad nula, cóctel de longitudes de
ondas, hecha de plomo, cinc, anularia, titanio, silicato de magnesio o nácar,
procedente – quizá – de las Islas de Melos y Samos, se instala en la mirada de los
habitantes de Ensayo sobre la ceguera. Un “blanco lechoso” “resplandeciente, como el
sol dentro de la niebla” “que devora no
sólo los colores, si no las propias cosas y los seres, haciéndolos así
doblemente invisibles” escapa de su simbolismo para adentrarse en lo más oscuro
de la condición humana.
José Saramago reflexiona sobre la
condición humana a través de unos personajes que sobreviven en situaciones
extremas después de sufrir una enfermedad llamada “mal blanco”. Todos los que
padecían dicha enfermedad y también quienes con ellos “hubieran tenido contacto
físico o proximidad directa, serian recogidos
y aislados, para evitar así ulteriores contagios, que de verificarse, se
multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión
geométrica,” en un manicomio abandonado.
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Pero si dura era la vida dentro
de ese recinto, peor era vivir fuera de él. El miedo al contagio produciría el
rechazo hacia los enfermos, convirtiéndolos en leprosos que andan dando tumbos
por las calles. La epidemia se extiende
convirtiendo al mundo en el reino “duro,
cruel e implacable de los ciegos”, “sin retórica ni conmiseraciones donde el
individualismo, la insolidaridad y la corrupción moral entre “otras grandezas”
similares se convierten en los protagonistas de aquellos que lo habitan.

El mundo convertido en un retorno
a los orígenes más degradantes del hombre, donde todo es suciedad, despropósitos,
rivalidad, envidia, frustración, donde florecen los instintos más primarios
transformando lo humano en inhumano, lo existente en inexistente, donde uno se
queda ciego de sentimientos y de conciencia, donde como se dice al final de la
novela “no nos quedamos ciegos, creo que
estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven”.