“La Antigüedad por si misma no
basta, y no hay que reverenciarla si ha quedado reducida a simple objeto
arqueológico. Lo que debemos hacer es traerla al presente y sólo si es capaz de
expresar el mundo nuevo tendrá sentido recurrir a ella.”
Ana Rodríguez Fischer
en El poeta y el pintor se traslada
al Toledo de 1609 para reproducir un
ficticio encuentro entre Góngora y el Greco y reproducir la supuesta
conversación que mantuvieron en la que se reflexiona, como muy bien apunta
Gustavo Martín Garzo, sobre “la necesidad del arte como búsqueda de
conocimiento, como reivindicación del misterio y la belleza.” Pero esa
conversación, que supuestamente hace que Góngora no vuelva a ser el mismo y
busque a partir de entonces “ese punto de vista inesperado que tiene el poder
de descubrir la esencia de las cosas: su oculta verdad”, podría
extrapolarse al presente como reflexión
sobre el inmovilismo de la sociedad
actual que busca en la cultura “ver lo
mismo: obras rectas y sanas y juiciosas, lugares comunes servidos en moldes
usados. ¡La maldita facilidad que tanto le gusta al vulgo!” Un falta de
esfuerzo que “ignora que la perfección no está encaminada a que se gane
reputación”; sino que a través “de la contradicción constante, de salirse del
orden, de desoír las viejas reglas” se
podrá crear una obra que “nos sorprenda y nos conmueva. Hay que caminar por lo
difícil, azuzar el ingenio y adentrarse en la oscuridad” para escapar del
vulgaridad existente que nos rodea.
A través de la
reproducción de unas situaciones y de un lenguaje que aportan verosimilitud al
texto y nos retrotraen a la lecturas del siglo de oro, la novelista asturiana
se acerca al pasado para hacerlo presente, para evidenciar que el
“desentenderse de las dificultades del arte, cumplen con apariencias de las que
el vulgo sabe y entiende” pero que las aspiraciones humanas deberían intentar
salirse de los cánones establecidos, “de las trabas teóricas repetidas a ciegas
durante siglos de obediencia”, deberían poder elegir entre la variedad para
poder gozar de una personalidad propia.
El poeta y el pintor a través de la
recreación de olores, de sabores, de ambientes, y de “campos yermos que imprimen
áridas ideas en la imaginación y destierran el deleite que hace tan breve y
apacible cualquier camino aun por largo y fragoso que sea”, nos adentra también en otro camino, largo y angosto, el de
la reflexión sobre la finalidad y la necesidad del arte a través de la mirada y
la palabra de dos artistas que se burlan de una España cada vez más trágica que, a pesar de los cuatrocientos cinco años que nos separan, se nos hace tan cercana.
Interesante reseña sobre un libro que plantea un encuentro un tanto peculiar entre dos grandes genios.
ResponderEliminarMe alegro de que tus entradas en el blog se vayan haciendo más regulares.
Saludos.